martes, 11 de octubre de 2011

II

Encontrar emociones siempre es una búsqueda y a veces se revela infructuosa. Con Juan y Pablo vagábamos en nuestros tiernos 10 años por los baldíos del barrio con todo el repertorio semi agotado. Armar chozas de ramas sobre árboles, ser el defensor del fuerte ante el ataque de los indios (según el día, prefería ser el indio. Nunca me gustó la caballería), jugar a las bolitas, escondernos entre la arboleda, cavar un pozo y cocinar papas… Llega un punto donde todo, incluso la diversión, se torna aburrida. Y da paso a dejar la actividad, sobre todo en las tardes de mucho calor, para tumbarse a la sombra de algún árbol, manos en la nunca y especular sobre el futuro. 
Juan pensaba ser boxeador. Tenía en mente ser como Monzón, conquistar alguna actriz famosa y mostrarle al mundo que era zurdo y pegaba fuerte. Nunca supe si realmente lo hacía (lo de pegar fuerte) ya que no se peleaba con nadie. De hecho llamaba la atención que esa fuera su idea, meterse en un deporte tan violento cuando no daba imagen de eso. Pero eran épocas donde creíamos ciegamente en la palabra del otro y casi diría que lo tome como un acto consumado.
Pablo no tenia nada decidido, pero se la pasaba en el taller mecánico de su padre. Engrasado, jugando con bujías o extremos de dirección que le costaba muchísimo levantar. ¿Por que no seguir la tradición familiar, ya que su abuelo había sido tallerista en su Roldán natal y su padre había continuado la dinastía de expertos en motores de combustión interna ahora en nuestra ciudad? Parecía el paso lógico y seguro, ya que tenía donde aprender e incluso donde realizar sus primeras armas hasta que reuniera dinero y abriera su propio taller; eso sí, bien lejos del de Don Paco, su papá. No se llevaban muy bien por algún motivo nunca aclarado. Don Paco jamás lo miraba con un gesto de aprobación por lo que hacía. Un tipo parco, de palabra difícil.
Por mi parte, era el más chico del grupo y, a esa edad, dos años menos significan un abismo en cuanto a madurez. Una vez mencione la arquitectura, pero no tenía idea de qué significaba realmente eso, a pesar de aferrarme a la idea con una tozudez propia de una mula. También me gustaba leer, pero no había nada en el ámbito de las profesiones que se basara en la lectura de safaris fotográficos o diccionarios enciclopédicos (no había otra cosa en casa así que los releía sin interrupción, una y otra vez, hasta casi saberlos de memoria).
Lo cierto es que pasábamos las tardes casi sin jugar, charlando sobre vecinos, nuestros padres y la penitencia que nos habían endosado por algún “error” cometido en el cumplimiento de las reglas de la casa, la hermana de Ariel que era bien linda pero no nos miraba demasiado, los perros del viejo Vitale y cualquier auto que pasara ante nuestros ojos. Coincidíamos de forma absoluta en que lo mejor eran Los Abuelos de la Nada. Belle époque, si se quiere.
Treinta años más tarde seguía con una búsqueda similar, en un camino lleno de baches (y sin haber evitado caer en ninguno de ellos). Una búsqueda bastante vacía, pensando que las emociones jamás eran lo suficientemente fuertes. Absolutamente solo, los amigos habían quedado en el camino… o más bien se habían desvíado a rutas que yo no pensaba seguir, donde sus copilotos eran una esposa y varios hijos. El camino que te lleva más rápido al cementerio.
Fuera de época, era un extraño entre jóvenes con costumbres pasadas. Un extraño entre pares, encaminados hacia la rutina matrimonial o laboral. Mi valija de viajero tenia miles de calcos de todos lugares pero a esas calcos jamás las había pegado yo. Estaban ahí y nada más.
Las experiencias con travestis, sin embargo, me resultaban sorprendentes. Tenía una idea formada sobre el tema que rayaba la ridiculez. Pensaba que se podía obtener lo mejor de cada sexo y dejar de lado lo peor (llámese compromiso, estabilidad emocional, madurez…) en pos de una fiesta permanente, de un saciamiento de la búsqueda de emociones, al menos por un rato.
Y ahí me encontraba, totalmente lanzado en un ménage à trois (acuerdo doméstico entre tres personas para mantener relaciones sexuales) en una fiesta totalmente retro ambientada en los años ochenta. Los travestis que me acompañaban eran cautivantes. Creados sus cuerpos para la fiesta, el placer de la carne; embellecedoramente alienantes. Trémulos por momentos, avasalladores también. Un remolino salvaje que invitaba a tirarse de cabeza sin pensar en el oxígeno necesario para sobrevivir a la experiencia. Con un dejo de nostalgia en sus miradas, un anhelo de sueños incumplidos. Manejados como títeres por el ritmo salvaje de la música. Casi en un estado de hipnosis difícil de romper por propia voluntad.
Como era de esperarse, cada nueva canción nos arrancaba gritos de nostalgia, antiguos rituales de baile, emociones olvidadas. Ni hablar si eran en nuestro idioma. En ese caso alcanzábamos el sumun del disfrute. Así estuve toda la noche antes de llevarlos a sus casas. Volvimos a la juventud y terminamos el viaje cuando se encendieron las luces. Juan seguía viviendo en el barrio de nuestra infancia. Pablo no. Estaba al extremo de la ciudad, donde había abierto su taller mecánico. Por supuesto, demoramos la llegada hasta que el compact de Los Abuelos de la Nada ya había dado suficientes vueltas en el reproductor. Hasta diría que la misma cantidad de vueltas que también habíamos dado nosotros.

LGS
Juan y Pablo son dos amigos reales de mi infancia. Mi saludo para ellos.

2 comentarios:

  1. Me en-can-tó! Muy bueno!!! jajaja. Eso sí, creo que tenés a un morboso escondido en algún rincón del cuerpo, estoy empezando a asustarme! jajajaja.

    Como en "Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde". Ponele.


    Miedo!!! jajajajaja.

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  2. Qué lo parió, diría Mendieta.

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Dale, ¡sacate las ganas!